Javier de Rivera.
Reflexiones en torno las jornadas con Evgeny Morozov en el ciclo Seis contradicciones y el fin del presente del Centro de Estudios del Museo Reina Sofía. Marzo 2018
En el siglo XXI, la capacidad de extraer conocimiento del análisis de datos se ha convertido en un recurso clave para el ejercicio del poder, en tanto que permite influenciar y controlar a la población: ya sea para venderles productos eficazmente o para convencerles de a quién hay que votar. Sin embargo, el poder de los datos también puede ser usado para hacer más eficientes las ciudades, mejorar el sistema público de trasporte, encontrar soluciones a problemas de salud, reducir el consumo energético, o para cualquier otro objetivo social que requiera de la coordinación de millones de personas. Así, aunque todo análisis cuantitativo tiene como objetivo influir en la sociedad, esta influencia puede responder a los intereses de los agentes que compiten por la dominación mundial y la concentración del poder/riqueza, o puede estar enfocada hacia la satisfaccion de necesidades razonables de la mayoría de la sociedad como fomentar la sostenibilidad energética, la justicia y la igualdad social, los derechos humanos y los valores democráticos.
Ante esta disyuntiva, se nos presenta un oscuro panorama cuando los principales agentes capaces de capturar y analizar grandes cantidades de datos digitales son las corporaciones digiales, motivadas siempre por las fuerzas del mercado y la acumulación de capitla y poder. La colaboración entre el capital financiero y la elite tecnológica es cada vez más clara y está mejor analizada: los grandes capitales acumulados en los mercados financieros se canalizan hacia las empresas tecnológicas, que son capaces de ofrecer una alta rentabilidad gracias al eficaz uso que hacen de las conexiones y los datos digitales. Esta alianza de élites solo solo puede desembocar en una mayor acumulación de capital, acompañada de la degradación de la justicia social, la libertad política y cualquier otro valor democrático.
Para contrarrestar esta tendencia, Morozov apunta hacia la necesidad de poner límites desde el Estado a las grandes compañías tecnológicas y su industria de extracción de datos. Concretamente, su propuesta se centra en el establecimiento de condiciones legales que obliguen a las grandes corporaciones digitales a compartir sus datos con las instituciones públicas. La lógica detrás esta propuesta es que, si los datos y la capacidad de analizarlos son un nuevo recurso clave de poder, las instituciones públicas necesitan acceder a ellos para garantizar el mantenimiento de un orden democrático. En otros términos, en tanto que representantes de los intereses nacionales, las instituciones públicas son las únicas que pueden usar este conocimientos directamente para beneficiar a la sociedad.
La segunda cuestión que se abre con esta propuesta es si las instituciones públicas están realmente capacitadas para ejercer esta función. Para intentarlo, lo primero que necesitarían es tener el poder suficiente para negociar con las grandes compañías tecnológicas, algo que hoy por hoy no parece muy factible para la mayoría de los Estados. En cualquier caso, asumir desde lo público esta posición de poder frente a los intereses de las corporaciones privadas implicaría: a) un cambio radical en la lógica neoliberal que impera en la política occidental, y b) la capacidad política para imponer condiciones a algunos de los agentes globales más poderosos de la sociedad digital—esto significaría, por supuesto, contar con el apoyo mayoritario de sus poblaciones, su industria y otras instituciones nacionales. Por otro lado, este tipo de iniciativas no son algo que las ciudades o los países pequeños puedan asumir en solitario, sino que requerirían algo tan complejo como la coordinación supranacional para imponer condiciones al mercado digital.
Después, incluso si las instituciones públicas fueran capaces de negociar con las compañías tecnológicas, necesitarían el conocimiento técnico necesario para extraer valor de los datos digitales, si es que quieren usarlos para mejorar la gestión de las necesidades sociales. Lograrlo implicaría, por poner un ejemplo, que los datos extraídos por aplicaciones móviles como Uber o Google podrían ser utilizados para diseñar un programa de transporte público supereficiente que redujera la contaminación. Previamente, los gobiernos deberían poner como condición para operar en su territorio la obligación de compartir estos datos de transporte. Semejante posicionamiento puede parecer improbable en Europa, pero en China ya se imponen condiciones similares a algunas compañías que operan en su territorio. Es un cuestión de voluntad política.
No obstante, el problema de este tipo de propuesta es que solo soluciona el problema de forma parcial. Es una muy buena recomendación para los políticos, quienes necesitan urgentemente poner en valor su poder político sobre la influencia de la industria extractivista de datos. Obligar a las corporaciones a compartir su información y su conocimiento, ayudaría a mejorar los servicios públicos, y en cierto sentido, sirve para ponerles límites y demostrar que la soberanía sigue siendo una cuestión política y no económica. Sin embargo, a la larga, esta solución de compromiso tendría un recorrido muy corto. Pronto, se demostraría que el desarrollo de sistemas públicos eficientes entra en conflicto con las aspiraciones monopolísticas de las grandes compañías tecnológicas y financieras. Para maximizar sus beneficios, Uber aspira a ser el único servicio de transporte en las ciudades, por lo que tan solo acepta medidas que protejan el transporte público o semipúblico (como podrían ser los taxistas) de forma temporal, mientras continúa empujando para lograr el dominio total. Esta solución no resuelve el conflicto, solo lo retrasa.
Por otra parte, la propuesta de Morozov está basada en la asunción de que necesitamos el análisis de datos digitales para gestionar la sociedad actual. Desde ese marco de pensamiento, quienes hacen de su actividad principal la producción y el análisis de datos, siempre contarán con ventaja. Por ello, podrán corporaciones aceptarán compartirlo o cualquier otra condición legal, tan solo, como una retirada estratégica, mientras siguen fortaleciendo su posición. Poco a poco, continúan acumulando más y más datos y conocimiento sobre la población, hasta que tengan el suficiente para retar al poder político. Lo público no puede competir con ellos en esa dimensión, de lo que se trata es de salirse de esa competición por el poder digital de control.
Es más, la asunción de que necesitamos del análisis de datos digitales para gestionar la sociedad actual establece un marco de pensamiento geopolítico en la población aparece como una variable a controlar, en vez de como los depositarios de la soberanía nacional-popular. Esto nos lleva, de manera indirecta, hacia el totalitarismo digital como nueva ideología política: el poder político depende de que la población sea controlada y medida al detalle. Se renuncia a la búsqueda de fórmular para aunar la voluntad política de las mayorías, para legitimar la labor de control del devenir de una sociedad pasiva ante los vaivenes de la tecnología.
En conclusión, la propuesta de Morozov es muy práctica y audaz como consejo político a corto plazo, pero nos mantiene en el camino sin salida en el que estamos. El cambio social y económico no puede venir de la negociación con los agentes del capitalismo digital, pues representan las mismas lógicas que es necesario revertir. Además, mientras sigamos pensando que la población tiene que ser controlada digitalmente, como si careciera de autonomía social y política para autoorganizarse, seguiremos dando la ventaja a aquellos que nos usan como recursos. Cambiar esta forma de pensar es una necesidad, no solo política, sino lógica, pues si aceptamos que la población es (y siempre será) incapaz de pensar y decidir por sí misma, ¿para qué seguir preocupándonos por su futuro?
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